martes, 1 de mayo de 2012

CAPITULO II. Estamos en guerra 6 - II

        Damian abandonó preocupado, el edificio de despachos. Las últimas palabras de su hermano eran inquietantes. En ellas subyacía una amenaza que desubicaba a Damian. El hecho de que el gobierno quisiera construir búnqueres no era nada nuevo. El hecho de que los quisiera construir con el dinero de los contribuyentes, tampoco era nada nuevo, lo llevaba haciendo años. Lo único que había cambiado es que nunca antes la amenaza nuclear se había materializado y ahora sí. ¿Acaso el gobierno se enfrentaba ahora a un nuevo tipo de conflicto en el que un enemigo desconocido se ampara en el anonimato para poder golpear así, donde en otras circunstancias sería imposible? Es más,  ¿estaba preparado el gobierno para hacer frente a los retos que esta nueva estrategia planteaba? Quizás era esto último, lo que obligaba al ejecutivo a llevar el proyecto en secreto. No querrían mostrar una imagen de debilidad en tiempos difíciles. Posiblemente informar a los ciudadanos de este proyecto habría despertado suspicacias y habría ocasionado revueltas que podrían haber roto la cohesión interna del país y habrían hecho peligrar la seguridad del Estado. ¿Pero saber que alguien está construyendo un búnker para los senadores y sus familiares es motivo suficiente para ser eliminado? Damian no creía eso. Pero la amenaza estaba ahí. Su hermano era codicioso y ambicioso y esto le hacía ser un embustero convincente, pero siempre había sido sincero con él. Tal vez, Damian había actuado mal al rechazar el proyecto. Tal vez, había exagerado sus motivos para no construir aquel refugio. ¿Qué posibilidades había de que se produjera una guerra nuclear? Si el artefacto que había explotado en la capital lo habían puesto unos terroristas, ¿qué posibilidades tenían estos de escapar? ¿Tenían capacidad y recursos para tener a su disposición todo un arsenal nuclear? Damian lo dudaba, ¿pero quién les había aportado el material y los había entrenado para fabricar esa bomba? ¿Cómo habían introducido en el país el material radiactivo? No poder responder a estas preguntas, sí podía ser preocupante. Pero si el país o la persona que había financiado toda la operación no tenía capacidad para contrarrestar el ataque del ejército del país de Damian, ¿qué temer? No habría genocidio, ni necesidad de usar ningún refugio nuclear. ¿Acaso el cinismo de Adam le había hecho tomar una decisión precipitada? Pero él había visto a los burócratas del gobierno preocupados, minutos antes del atentado. ¿Acaso sabían que se había colocado una bomba en la capital? Y si lo sabían, ¿por qué no habían podido evitar que explotara? El presidente no había muerto, ¿cuando precipitadamente los habían expulsado de la casa del presidente, lo habían hecho para que los burócratas buscaran refugio? Posiblemente sí. Luego, el gobierno y sus funcionarios, fueron también responsables indirectos de la matanza. Esta conclusión hacía que la confianza en aquellos que lo representaban se tambaleara. Todo político que se precie de ser bueno, en un estado democrático, debe anteponer el bien común al suyo.  Pero en este planteamiento Damian había ignorado una variable importante. Un político puede ser un buen administrador e incluso puede aprobar y crear leyes justas que beneficien a la mayoría de los ciudadanos a los que representa. Pero si su supervivencia está en peligro, ¿no hará todo lo que esté en su mano para sobrevivir? Entonces si existiera la remota posibilidad de que varios, no muchos, artefactos nucleares explotaran en el país y esto amenazara sus vidas, ¿no harían todo lo posible para salvarse, aunque el resto de sus conciudadanos murieran? Todo hacía pensar que sí. Entonces, ¿qué debía hacer él? - Se preguntaba, Damian. De haber aceptado, si la cosa se torcía, él podría sobrevivir. Pero su vida, ¿valía un millón de vidas? Y después de la catástrofe, por pequeña que fuera, ¿qué sobrevivíría? ¿Merecería la pena vivir entre ruinas?

      Enfrascado en estas reflexiones estaba Damian cuando oyó una voz tonante y metálica. La voz provenía de un individuo desaliñado que subido sobre una caja de madera, pronunciaba este discurso:

       "Arrepentíos pues el fin está cerca. Ya, el Dios misericordioso, que lavó nuestros pecados con su sangre, ha abierto el libro de los siete sellos y las siete trompetas de los siete ángeles de las siete iglesias están prestas a sonar. La hora de la gran tribulación ha llegado y solo los que crean, tendrán inscritos sus nombre en el Libro de la Vida. La Bestia ha sido liberada y su palabra se dejará oír en boca de los falsos profetas, quien tenga oídos, oiga. Quien tenga ojos, vea. Ya el fuego y el azufre han destruido la gran Babilonia. Aquellos que la adoraban pronto probarán el vino de las siete copas que contienen la ira de Dios. La gran batalla de Armaggedon se acerca. En ella la Bestia y aquellos que la adoran, serán vencidos y arrojados a las llamas eternas. Arrepentíos y creed pues como la mala hierba es segada, vuestras vidas serán segadas. Solo los santos, aquellos que nunca fueron marcados con la marca de la Bestia, hallarán la vida eterna y beberán de sus aguas. Los que no mintieron, los que no fornicaron, los que no fueron homicidas y siempre alabaron a Dios y cumplieron sus mandamientos, contemplaran la nueva Jerusalén descendiendo de los cielos".

      Un grupo de curiosos rodeaba al mendigo; la mayoría se burlaba de él, otros escuchaban en silencio y juntaban las palmas de las manos para rezar. Los más fervientes besaban sus harapos como si se tratara de un profeta encarnado y otros simplemente le arrojaban todo lo que hallaban a mano. El hombre permanecía impasible ante todo esto, como si realmente estuviera poseído por el espíritu de un santo o tal vez, porque su ebriedad lo sumía en un éxtasis místico.  Damian aunque había sido educado en la fe católica, nunca creyó mucho en los textos de la biblia, ni en los sacerdotes que los leían desde el púlpito. Su mente racional había despojado de su cerebro cualquier tipo de superstición, ya fuera religiosa o de otra índole. Ahora, escuchando al mendigo, se preguntaba si alguna vez había creído realmente en Dios. Las imágenes del apocalipsis vivido en la capital, parecían traer a su memoria las palabras del Libro de las Revelaciones. Pero esta idea, ahora no le preocupaba mucho. La frase con la que Adam lo despidió, le turbaba más que todo el simbolismo del libro de San Juan. Si aquella amenaza se materializaba, entonces el apocalipsis si que habría llegado para él. Su fin, el fin de sus días, no sería tan aparatoso, ni espectacular. No habría un gran dragón con siete cabezas y diez cuernos, al final de su vida. Tal vez, solo habría un callejón estrecho y oscuro, una leve humareda proveniente del cañón de una pistola y tal vez fuego, como el que consumirá Babilonia, pero consumiéndo sus entrañas. Este temor había sido acrecentado por el discurso de aquel pobre viejo.Y ahora era más tangible y más creíble, pues desde el lugar en el que estaba, vio a dos hombres de negro apostados a ambos lados de la entrada al edificio donde vivía.
      Damian movido por el pánico, más que por un razonamiento lógico, hizo lo que el atemorizado suele hacer, ante lo que le atemoriza;  salir corriendo.









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