viernes, 1 de junio de 2012

CAPITULO III. Tribulaciones.III-3

       Aunque Damian hacía todo lo posible por calmarse: ejercicios de relajación, ejercicios respiratorios; nada daba resultados. Parecía ser víctima de una conspiración, era como si todo estuviera en su contra. En pocos días, la fortuna le había mostrado su peor cara, varias veces. La bomba, la detención y ahora el asesinato del agente que lo había apaleado. La suerte le había sonreído hasta entonces, ¿pero le seguiría sonriendo? Por lo que había leído, las pistas que la policía seguía, apuntaban a él, sabía que no había sido el autor del homicidio, pero un su certeza, la duda hacía mella. Quizás los últimos acontecimientos, le habían afectado de un modo extraño, su cordura podría haber sido afectada por algún tipo de locura. Se sentía perseguido y acorralado. Dudaba de todo y de todos. Su mundo infeliz y programado, había sucumbido a la presión de los hechos, para caer como un castillo de naipes. Ya no existía la certeza, ni la seguridad que esta da. Todo era confusión, inseguridad, incertidumbre, probabilidad, improvisación. El hecho de dudar, hacía que Damian sintiera miedo y este pánico se transformaba en locura. La cordura como interpretación ortodoxa de la realidad, hasta ahora, había sido para Damian un hábito formalizado por la rutina. Ahora que ese mundo expiraba, el futuro se presentaba como realidad heterodoxa, difícil de interpretar desde el punto de vista racional. El hábito determinado le había negado hasta entonces la libertad; en su caverna de cotidianeidad se había marchitado su individual modo de interpretar el mundo. Sus convicciones, hasta ahora, nunca habían sido suyas. Todo le había sido impuesto desde fuera, la presión social le había obligado a ello. Esto había fabricado la soga que ahora pretendía romper. Pero esa búsqueda del yo individual, esa persecución de su propia identidad, era lo que ahora podía ser usado por la policía para ahorcarlo. Sobre el viaje que Damian estaba realizando, planearía la sospecha de la huida. Partió antes de que aquel agente fuera asesinado. ¿Pero qué pasaría, si el agente que confirmaba haber reconocido al asesino, identificara a Damian?, ¿qué palabra pesaría más, la del agente o la del identificado? La respuesta a estas dos preguntas, es lo que hizo, que  Damian se lamentara ahora, por no haber presentado una denuncia contra el agente asesinado. ¿Por qué había hecho caso al abogado de su hermano? ¿Qué interés oculto se encontraba tras el demagógico discurso del abogado? ¿Acaso, el agente de la pipa conocía a Adam? ¿Tenían en común algún turbio negocio Adam y el ahora cadáver? ¿Fue Adam amenazado por el policía de la pipa? Todo era posible e imposible a la vez. ¿Pero por qué estaba inquieto?¿Por qué sabiéndose inocente se condenaba? Quería salir de aquella celda, quería huir de la ciudad, huir del asfixiante hedor humano. No hizo lo correcto, pero era libre ¿qué le importaba que sospecharan de él? La vida es una continua sospecha. Se sospecha de la amistad del amigo, de la lealtad de la esposa, de si es amor el del padre, la madre, el hermano. El mundo es una letrina que huele a falsedad interesada, a ambigua hipocresía, a moralidad aparente, a ética discutible. Todo en él está corrompido. Los valores son desechos evacuados por un organismo político-económico desahuciado por sus tumores. La estética, las costumbres, las ideologías, las creencias no son más que una manifestación de la prostitución del espíritu. Todo se compra y se vende, todo se mercantiliza, pesa y mide, todo es una falsa sobrevalorada por el mercado. El era Damian, el nuevo, el único, aquel que al ver las grandes llanuras del oeste, renunciaba a su vida urbanita. Era el niño de antaño que volvía a comulgar con la naturaleza. Era el rústico campesino que ajeno a todo progreso, estima más su mundo duro y salvaje que cualquier dádiva o lisonja de la civilización humana. Había roto con los privilegios que su acomodada posición le había dado. La luz del horizonte abierto, la indomable paleta de los campos de trigo y maíz, el inescrutable azul del cielo, el frenético aparecer y desaparecer de árboles y bestias al ritmo de la locomotora eran algunas de las cosas que Damian percibía a través de la ventana de su vagón. Esta percepción nueva y vieja a la vez, se filtraba en el alma de Damian al compás del ruido de las ruedas, del silbato de la locomotora, del traqueteo del vagón y a medida que el tren progresaba en su marcha, Damian se alejaba más y más del ayer más reciente. Así, desprovisto de pasado, su presente mutaba en futuro desarraigado de viejas formas, costumbres y creencias. Él era Damian, el nuevo Damian, el único Damian, el auténtico Damian, el buen salvaje que regresa a sus orígenes, hastiado del mundo civilizado que un día lo cegó con sus artificiales luces, aparatándole así de la luz del sol.  

      

           

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